Me decidí y le dije a mi madre: ¡Soy heterosexual!





Me llamo Mariano. Nací macho y en 1978. La partera sentenció con firmeza: ¡Es un niño! Quizá fue gracias a el azar de Demócrito, que ciertos átomos cayeron de tal manera para que mis cromosomas permitieran sobresalir de mi cuerpo, una bolsa testicular y una protuberancia alargada que se diferenciaba sin duda alguna de un simple clítoris escondido, así que no hizo falta apelar al criterio moral del médico para que me hicieran alguna corrección estética, tan acostumbrada en la época y sin consentimiento, que permita definir claramente mi sexo, ante una sociedad tan asustadiza.

Así que nací macho y al poco tiempo ya empecé a auto percibirme como hombre, en una niñez sin percances. Con mi padre fue todo más fácil. Un hombre reservado y de pocas palabras, permisivo  y cariñoso; en cambio mi madre era más rigurosa y marcaba una disciplina basada en límites que justificaban su rectitud ante las normas de su vida. Ella empezó a sospechar poco a poco... Yo estaba atravesando ya la primera etapa escolar y era normal nivelarme ante mis pares de la misma edad, pero desde pequeño ya me gustaba andar en tetas por la calle, trepar los árboles y correr hasta quedar mis rodillas peladas de tanto caerme, prefería jugar con autitos y toda arma bélica de juguete, sin olvidar que el balón de fútbol ya era una extensión de mis pies y me acompañaba a todos lados.

Como les decía... Nací macho y siempre me sentí un hombre en cuerpo y mente. Pero la llegada de la adolescencia es difícil para cualquier niño. Las hormonas no conocen de ética y atropellan tu cabeza, transformando cualquier cuerpo. Comencé a afeitarme muy temprano a pedido de mi madre y sudaba con el mismo fuerte aroma que solía traer mi padre, cuando llegaba de trabajar todo el día. Cuando no me veían desabrochaba la camisa para poder mostrar mi pecho peludo como estandarte de hombría. Pero por otro lado, en el colegio no iba a esperar nunca de mis compañeros, una ayuda sobre lo que me estaba pasando, al contrario, recibía verbalmente lo que hoy se conoce como bullying, moría de la vergüenza cuando me acusaban de un supuesto amorío con una compañera de otro curso. En mi casa no era mejor. Le llegaban rumores a mi madre, de parte las vecinas del barrio, que se me había visto a altas horas de la noche y en lugares oscuros, muy arrimado para estar inocentemente charlando, con chicas de mala reputación. Recuerdo reuniones en mi casa, cuando ella, con algunas amigas, tomando cerveza y frente a todas me pregunta: ¿Ya te pusiste de novio? O que venga su hermana solterona, ante el pedido de ella, con las intenciones de llevarme a debutar sexualmente para prevenir "algún desvío", en los suburbios de la ciudad. Por supuesto que siempre me negué y al pasar los años, cada vez más sentía la mirada en la nuca de mis familiares para que exprese de una vez por todas mi orientación sexual. En cambio, preferí la confianza de mi mejor amigo. En una fiesta que organizamos en su casa, me decidí a liberar ese dolor azul de huevos que tenía y elegí a un amor endulzado con toda mi testosterona manipuladora que empalagaba, para debutar sexualmente en el baño de su casa, cuando sus padres se fueron a dormir. Al fin pude tener sexo con la persona que elegí y no con la que me hubiera impuesto esa tía irresponsable a pedido de una madre temerosa. Mi padre siempre se hacía el boludo pero él lo sabía sin preguntar, se había dado cuenta hace rato y antes que yo, gracias a la experiencia que le dio la calma, la observación y el escuchar más que preguntar inquisitivamente.

Ese momento fue una bisagra. Encaré a mi madre y le dije: ¡Nací macho, me auto percibo hombre y soy heterosexual, mamá!

Me sentí liberado al decírselo y con el tiempo, esa libertad expresada en una declaración discursiva, marcando un acontecimiento, me molestaba mucho ya que toda libertad debe ser intencionada, estar dirigida a la consecución de un acto pero no sabía realmente por qué debía tener que liberarme ante  una moral que siempre se la cree única y procreada por una sociedad que siempre se la trata como homogénea.

Pude comprender que nos imponen por lo menos tres jerarquías esencialistas bajo el velo autoritario de la naturaleza: una de carácter biológica, otra psicológica y otra social. Esto permitió que indujeran en mí desde niño a que llegue a intuir una diferencia de género, a modo únicamente binario ante la evidencia natural, de poseer mi aparato sexual de manera externa y no escondido en mi cuerpo, ante la evidencia psicológica de llegar a la pubertad como una flecha con rumbo recto hasta mi muerte sin tener que medirla en ciclos de 28 días y finalmente, ante la evidencia histórica de la tecnología social que permitió la división del trabajo en el seno familiar con una clara dominación de géneros, para justificar el éxito de la sociedad.  

Escuchar y leer provocó en mí la posibilidad de no refutar esas diferencias sino de repensarlas, de darles la oportunidad de aceptarlas en contingencias, de razonarlas sin dejar de lado las emociones y saber que pueden ser siempre de otra manera. Que somos algo más que una especie binaria, que somos algo más que una percepción de los otros para crear nuestras identidades y también, somos algo más que nuestra historia humana de poder para sobrevivir en un mundo que construimos como si no fuéramos parte él. Conseguí priorizar mi existencia antes que mi ser. Nací macho y aprendí a ser hombre y a nadie le importa un carajo si penetro o me penetran, o las dos cosas o ninguna. Es por eso que seguiré soñado con que se logre amar a las personas y no a su sexo, a las personas y no a su género, a las personas y no a su orientación sexual. 

Pasaron más de 40 años y hoy me siento feliz viviendo en concubinato con Claudia, gracias a que las leyes de nuestra sociedad, nos permite estar juntos y sin casarnos legalmente. También tuvimos un machito que lo criamos con amor y respeto, esperando que se auto perciba con el tiempo como la persona más amada del mundo.


Por Mariano Frigini

Entradas populares de este blog

Personas como nosotros no nos enamoramos.

Polvo para dejar huellas